Salmo 20, 21; 1 Reyes 7:51-8:21; Hechos 28:17-31; Marcos 14:43-52
Al que beso es al hombre.
A menudo, las personas más cercanas a nosotros son las que más nos hieren. A veces, incluso lo hacen "con intención", sabiendo perfectamente que nos están haciendo daño. Cada divorcio -todos ellos- es siempre un estudio de dos personas, normalmente dos buenas personas, que se causan dolor mutuamente. Adolescentes que gruñen cosas crueles a sus padres porque no conocen otra forma de diferenciarse, padres que juegan su carta de poder con dureza porque tienen miedo de dejar que los niños irresponsables (¡que incluso pueden ser realmente irresponsables!) tomen la decisión equivocada, líderes que no tienen buenas decisiones disponibles, sino que tienen que elegir entre decisiones malas y menos malas, todas ellas dejando a alguien lamiéndose las heridas: el mundo está tan construido que las personas se hieren unas a otras todo el tiempo, se besan y se traicionan con un movimiento.
No creo que Judas odiara a Jesús. Creo que Jesús desconcertó a Judas, frustró a Judas, confundió a Jesús. Y Judas quería claridad, una acción decisiva: ¡deja toda esa palabrería sobre cruces y panes del cielo y ponte a construir un reino en el que la justicia sea impuesta por un rey con un ejército! Deja de teologizar y filosofar y responde a la maldita pregunta, Jesús. A los hombres de acción a menudo se les acaba la paciencia con los pensadores. Como la frustración y la confusión de Judas crecían, sospecho que decidió obligar al Señor a elegir de una vez por todas, dejar de hablar y empezar a hacer. Pero lo hizo con un beso, porque quería recordarle al Señor que todo esto se hace porque te amo, rabino; es por tu propio bien, me duele más que a ti. Permíteme que te bese para que sepas que lo hago para que salgas de lo teórico y subas a tu trono.
Pero que Judas no odie a Jesús no significa que el dolor que le inflige con ese beso no sea real. No mitiga ni excusa los clavos y la corona de espinas que siguen. Sólo significa que, como muchos de nosotros, no pensó bien lo que iba a hacer. Tuvo una ilusión a corto plazo de que esta vez, esta única vez, la intervención decisiva llevaría a Jesús a llamar a legiones de ángeles y a seguir con la Revolución. No se preguntó qué podría pasar si Jesús decidía lo contrario. No miró las opciones, no examinó las consecuencias imprevistas. Y así acabó hiriendo, profundamente. Yo he hecho eso una o dos veces en mi propia vida: forzar un asunto que podría no necesitar ser forzado sin preguntar qué pasaría si las cosas resultaran de manera diferente a la que yo esperaba. Y no me funcionó bien. Igual que no le funcionó a Judas. Porque a veces, por mucho que se bese, son las heridas las que perduran.